La educación cívica puede frenar la belicosidad partidista (August, 2023)

Civil Society in a broad sense
2023

Publicado en El Mundo, 10 de agosto de 2023

La educación cívica puede frenar la belicosidad partidista

Una educación cívica desde abajo, usando de los muchos recursos de sociabilidad y sentido común de los ciudadanos, puede ser la clave no sólo para que éstos eduquen a sus políticos, sino para que se autoeduquen, y propiciar así el desarrollo de un modo civil de hacer política.

Los ciudadanos, incluyendo la parte de la ciudadanía organizada en forma de sociedad civil, pueden hacer mucho a favor de un modo civil de hacer política si mantienen su lucidez y su equilibrio, evitando caer en los extremos de la sumisión habitual y la ira ocasional, la consiguiente confusión mental, y, en último término, su acatamiento a la vanguardia o liderazgo correspondientes. Con lo cual, los ciudadanos podrían pasar del estado de soberanía instantánea del voto cada cierto número de años, al de soberanía compartida en permanencia.

En este sentido, la buena noticia es que la actuación pedagógica de los ciudadanos para educar a sus elites (y mejorar, en último término, la capacidad estratégica de la comunidad en cuestión) puede verse muy favorecida por algunas disposiciones y hábitos relativamente bastante arraigados en ellos.

Por ejemplo, sobre la base de su propia experiencia, los ciudadanos pueden comprender que, en su trato con los políticos, no necesitan imitar la belicosidad de estos, con su denigración sistemática de los otros políticos. Más eficaz y más coherente, desde el punto de vista de los ciudadanos, sería lo contrario: juzgarles con ecuanimidad y adoptar hacia ellos una actitud comprensiva, y así intentar influirles y educarles: entre otras cosas porque la experiencia nos enseña que es poco menos que imposible educar a quienes se desdeña o se maltrata. Se trata, por el contrario, de cuidarles, corregirles y educarles; y sancionarles, claro, pero también elogiarles y comprenderles. De guiar a la clase política e incluso protegerla de sí misma; atentos los ciudadanos a la complejidad y el drama de las dos tendencias habituales de las elites, la predatoria y la benévola.

De este modo se les podría enseñar, quizá, a los políticos el sentido de sus límites. Suscitar en ellos algo de humildad. Y hacerlo de manera coherente, y consecuente. No desde la soberbia de unos ciudadanos angélicos, ni desde una humildad fingida. Intentando hacerlo desde una humildad al tiempo genuina y magnánima; con su punto de ironía de sí misma. Al fin y al cabo, los ciudadanos no somos precisamente perfectos. Y lo sabemos, porque, ¿quiénes somos los ciudadanos para despreciar a nadie, y menos a los políticos, dado que somos quienes elegimos a “nuestros” políticos? Una y otra vez. Y casi siempre, a los de siempre.

Incluso cabría guiar a los políticos desde la actitud de humildad magnánima de quienes intentan ser justos. Para lo cual, los ciudadanos habríamos de comenzar reconociendo que recurrimos a los políticos por lo que entendemos que es su lado bueno. Porque asumen responsabilidades, tienen sentimientos altruistas de algún tipo, quieren servir una causa noble que les trasciende, ponen su vida en ello: su tiempo, su energía, a veces su entusiasmo. Mientras que “los que no se meten en política” tal vez viven con menos sobresaltos y se enriquecen antes y triunfan en la vida, entre los que sí entran en política puede haber, aparte de ambición, un fondo complejo y ambiguo pero muy cierto de sentido de misión. Y esto viene avalado por muy numerosos, creíbles y decisivos testimonios del pasado, de todo tiempo y lugar. Es la larga historia del servicio público de políticos carismáticos y proféticos, mártires y santos, y sabios, taoístas o confucianos o humanistas... (En Europa, pensemos, por ejemplo, en la recurrencia y la abundancia de testimonios vinculados al lema, medieval, de “gobernar es servir”.)

Al actuar así, los ciudadanos de a pie podrían hacer con sus políticos algo parecido a lo que intentarían hacer consigo mismos: algo tan básico y elemental como tratar de ser mejores, más sensatos, más cuidadosos con los otros y con los bienes comunes, a partir de un sentido común y un sentido de lo común avalados por una experiencia acumulada y puesta a prueba muchas veces. Es decir, procurando, al tiempo, por un lado, cuidar y educar a los políticos; y, por otro, enderezar nuestro propio rumbo. Aceptando así el diálogo interior, y el combate contra nuestra tendencia (de ciudadanos “normales”, es decir, “regulares”) a la acidia cívica; y, por ese camino de la acidia, a caer en la deriva de una esquizofrenia como la que se expresa en un debate público hecho de gritos y susurros.

Los ciudadanos, o quizá una mayoría de ellos, aplicando el sentido común y siendo más prudentes, podrían comprometerse en un proceso de aprendizaje, observando, escuchando, comparando, experimentando. Y aprendiendo a tener confianza en lo mejor de sí mismos: los recursos de sentido común y de lo común, de resiliencia, amabilidad, sentido de la honra. Incluida su capacidad para emigrar, es decir, para “votar con los pies”. Incluida su capacidad para manejar su relación con la iglesia propia y la religiosidad ambiente, quizá a prudente distancia de los intermediarios doctrinarios. Y con todo ello, desarrollando su capacidad para construir espacios habitables de dimensiones muy diversas: familias, amigos, vecinos, colegas, pueblos, etc.

Esta posibilidad de crear las condiciones de un “cambio a mejor” basado en un impulso moral de solidaridad, trabajo y sentido común por parte de las gentes corrientes no es “música celestial”. Ha ocurrido muchas veces en el pasado, y con frecuencia no muy lejos de los tiempos presentes. Por ejemplo, entre los años cincuenta y setenta del siglo pasado en la Europa de la postguerra, y a su modo, un tanto irónicamente, en España; como muestra la propia intrahistoria, de migraciones y movimientos sociales, transformación de ciudades y campos, del tardo-franquismo. Con tanta gente humilde (y a mucha honra...) “haciendo país”, a contracorriente y sin alharacas.

De este modo, y trasladando el argumento al hoy y aquí del presente en cuestión, los ciudadanos pueden hacer que su voto del momento no se sumerja en el silencio, sino que se convierta en una voz articulada e influyente; entre otras cosas, porque se habrían acostumbrado a escuchar, a hablar en público, a conversar. Su momento soberano se alargaría, y su voto instantáneo desembocaría en un proceso temporal: el presente continuo de un drama abierto. Todo lo cual favorecería desarrollos cognitivos, morales y emocionales importantes para mejorar su capacidad de manejar la complejidad, la contingencia y el riesgo. Y hacerlo con una mezcla de aguante y de flexibilidad.

Ésta podría ser la forma de contrarrestar la deriva hacia la difusión de aquel estado de acidia cívica, de desinterés y de queja. De unos y de otros. La acidia de las elites, afanosas por escalar peldaños en la sociedad de corte de turno, invocando a la diosa innovación, pero en realidad sumisas a lo que hay; y que se van adaptando, mediante imitaciones y opciones inerciales a los cambios de cada momento. Y la acidia de las masas súbditas, más bien poco conectadas entre sí, resignadas a ser objeto de promesas semiolvidadas, de explicaciones del tipo “el mundo es muy complicado”, y de manipulaciones informativas, o desinformativas, digitales o analógicas, literalmente infinitas. Y todo ello acompañado de juegos malabares y ficciones y trampas. Reaccionando a la manera del personaje de Peter Finch en Network, con su grito de “¡estoy harto y no puedo seguir soportándolo!”, que se olvida pronto, o a la manera del cortesano cauteloso, con sus guiños y sus discreteos y sus ocasionales, y medidas, protestas. Dibujándose así, en el fondo del escenario, una tramoya y una suerte de alianza (sólo aparentemente contra natura) de las oligarquías y los populismos de turno.

 

Artículo escrito en el marco del proyecto Europa, patrocinado por Funcas.