Obstáculos a un modo civil de hacer política (July, 2023)

Civil Society in a broad sense
2023

Publicado en El Mundo, 14 de julio de 2023

Obstáculos a un modo civil de hacer política

Al acercarnos al momento de votar conviene pensar en el corto pero también en el medio y largo plazo: en el rumbo que pueda tomar el país, y en lo que se puede hacer para que ese rumbo sea el de una sociedad libre, justa y razonable. Esto requiere algo más que el voto de la soberanía instantánea, la de los 30 segundos que se tardan en introducir la papeleta en la urna. Requiere una ciudadanía perseverante, con una mayoría social de gentes capaces de escucharse unos a otros y así aprender de la experiencia; conscientes de sus defectos, pero atentas a algunas tendencias de sus políticos a poner obstáculos al desarrollo de un modo civil de hacer política, razonable y pacífico, sin el cual tal aprendizaje es imposible.

El voto es sólo un paso; luego viene un camino en el que los riesgos pueden agravarse, por varios factores, incluido el de que la percepción del riesgo se minimice por parte de ciudadanos y políticos. Los ciudadanos pueden instalarse en una posición sedente ante un aparato de televisión, que les repite sin cesar cifras e imágenes, gestos y slogans, y datos inconexos, con una sobrecarga de efectos especiales para impresionarles. Con el resultado de que, sumisos y confusos, tengan la sensación de que los problemas les desbordan.

Por su parte, los políticos pueden creer que los problemas no son para tanto, y cabe vivir con ellos indefinidamente, sin resolverlos. Viviendo al día, a la expectativa de que “las cosas vayan madurando”. Y que, por ejemplo, Europa “se vaya haciendo”; la guerra en Ucrania se prolongue pero no desemboque en una escalada nuclear, una tercera guerra mundial o una segunda guerra fría; el orden económico global oscile en torno a su punto de desequilibrio habitual; o una fragmentación territorial en curso no sea un drama existencial sino una commedia dell’arte. Aunque, como contrapunto, algunos sospechen que se puede llegar al extremo de repetir lo sucedido tras el “fin de la historia” de la belle époque, entre los siglos XIX y XX: y rozar el abismo de la deriva histórica que abocó a dos guerras mundiales y dos totalitarismos, y la pérdida de cientos de millones de vidas humanas.

En todo caso, estos recuerdos son relevantes y los riesgos son reales, y manejarlos requiere una capacidad estratégica muy notable. A este respecto, inquieta lo que sabemos de la capacidad de muchos políticos en las condiciones de este último medio siglo. Porque los hechos ponen de manifiesto demasiados pasos en falso y arrastres de pies, e incluyen una combinación de manejos cortoplacistas de temas diversos, como, por ejemplo, una pandemia; una apelación vaga y confusa a la demografía mundial y sus grandes migraciones; una serie de tensiones económicas y sociales in crescendo; un rosario de guerras locales con desenlaces dramáticos, en Vietnam, Irak, Afganistán... No es un record de “desastres sin paliativos”, pero sí de descuidos y fiascos, como si las elites no tuvieran rumbo porque no acaban de aprender.

Podemos preguntarnos si esa dificultad para aprender no tiene mucho que ver con un modo de hacer política que hace casi imposible la conversación cívica, el entendimiento de los argumentos, el orden y la claridad en su exposición, la aplicación del sentido común. Y aquí cabe argüir que, por parte de muchos políticos suele haber en ellos varias tendencias negativas, a la contra de ese modo civil de hacer política. Esas tendencias negativas no afectan a todos los políticos, ni a todos de la misma manera; y son corregibles. Pero están muy extendidas y, para que se corrijan, hay que centrar la atención en ellas.

En conjunto, esas tendencias ponen de manifiesto una suerte de bipolaridad o de contradicción performativa de muchos políticos, por lo cual lo que hacen, que es dividir y debilitar la comunidad contradice lo que dicen que hacen, que es promover un bien común. Dicen que sirven al conjunto de un país, pero lo polarizan y lo fragmentan; incitan, de manera a veces semiconsciente, a una desconfianza social generalizada; y usan y abusan de una retórica de tergiversación de la realidad que contamina radicalmente el espacio público. Esas tendencias podrían y deberían ser corregidas por los propias elites, y por la ciudadanía misma, la cual podría ir educando a sus elites, paso a paso, en una operación de educación cívica desde abajo.

Lo cierto es que, con frecuencia, las elites políticas parecen empeñadas en deshacer la comunidad política dividiéndola en torno a dos polos contrapuestos, de amigos y enemigos. Siendo así que estaría supuestamente inscrito en su naturaleza que su razón de ser, como políticos, es la defensa y la afirmación de la polis, es decir, la comunidad política; sin embargo, la experiencia sugiere que parecería estar igualmente en su naturaleza la tendencia a cuestionar y debilitar la polis, a dividirla y confundirla.

De hecho, muchos políticos tienden no sólo a polarizar la sociedad en torno a dos grandes polos contrapuestos, sino a fragmentarla y segmentarla en una variedad de colectivos definidos por identidades hechas de intereses-sentimientos-relatos-rituales no ya “diferenciados” sino “opuestos”. Rompiendo los simbolismos de la amistad cívica, incluyendo el descuido de la religio, rituales y lugares de la memoria dedicados a las diversas divinidades o proto-divinidades tradicionalmente invocadas como protectoras de la patria común.

También es frecuente que los políticos contribuyan entre todos a la creación de un clima de desafección y desconfianza hacia los políticos en general. Comienzan por descalificar a sus adversarios y, por extensión, a la parte de la sociedad que les vota. Pero la desconfianza, como la calumnia (“la calunnia, un venticello” de la ópera de Rossini del “Barbero de Sevilla”) se extendería en todas las direcciones a una velocidad de vértigo. La desafección a los políticos en general sería el resultado de un cruce interminable de desconfianzas particulares que se reforzarían unas a otras; y así, por una suerte de efecto contagio, se generaría un clima de desconfianza generalizada de los políticos. De los que al final se diría que “todos son iguales”, y como tales, todos infiables.

La comunidad política se fragmenta así, al tiempo, entre bloques diversos (izquierdas y derechas, arriba y abajo, etc.), entre segmentos, y, al final, entre el conjunto de la ciudadanía y la clase política. De aquí, el ritual del combate sin apenas interrupciones: la política como una lotta continua.

Con todo ello se robustece una tendencia a la degradación del espacio público, dando pie a una retórica de la tergiversación permanente. Es, con el triunfo del lenguaje de una guerra total, el triunfo del lenguaje del voluntarismo /nominalismo. El mundo es y será como yo/nosotros decimos/decidimos que es y será. El nombre de las cosas sustituiría a las cosas mismas; superando (en falso) la (lógica) resistencia del objeto real al sujeto que le nombra. 

El lenguaje de la guerra se habría convertido así en el lenguaje natural de muchos políticos: vencer y ocupar el poder, destruir y cancelar, fantasear y jugar a la Realpolitik, rehacer el relato, usar de maniobras estratégicas y tácticas, de ataques por sorpresa y alianzas, del soft power de la información y la desinformación (incluyendo el disimulo de los riesgos). Quizá todo ello orientado contra un “chivo expiatorio” identificado como un enemigo exterior y, al tiempo, interior: de modo que el enemigo exterior se fundiría con un adversario doméstico redefinido como traidor a la patria. En estos juegos, por lo demás, los dirigentes de oligarquías y de populismos (y no pocos de quienes se sitúan “entre-dos-aguas”) suelen encontrarse; y confluir así en un arrebato de soberbias complementarias y de afinidades electivas.