Los riesgos de prolongar la guerra (December, 2022)

The case of Europe/ European Union
Europe’s Borders and World Context
2022

Publicado en El Mundo, 6 de diciembre de 2022.

 

Los riesgos de prolongar la guerra (*)

Víctor Pérez-Díaz

Hay, por ahora, un consenso europeo bastante amplio en que la invasión rusa de Ucrania requiere una respuesta de Europa (en tanto que Unión Europea y en tanto que países europeos miembros de una OTAN liderada de facto por los Estados Unidos). Una respuesta de apoyo a Ucrania, que restaure las fronteras anteriores a la invasión y respete, y haga respetar, las reglas básicas del derecho internacional; conjurando el peligro mayor que se deriva del uso del aparato militar por parte de un estado (en este caso, Rusia) para dirimir contenciosos políticos con sus vecinos. Pero para que su respuesta sea eficaz, Europa debe tener en cuenta los riesgos que asume, y las capacidades estratégicas de las que dispone. En este caso, sus riesgos son considerables y sus capacidades estratégicas, limitadas.

El horizonte de Europa está hoy cargado de nubes: crisis económica y energética (resultado en parte de la guerra y en parte de errores acumulados, como la ausencia de una estrategia energética), una pandemia reciente (y pendiente), y un espacio público europeo desvaído, y compuesto por espacios nacionales afectados de una polarización y fragmentación crecientes. El cielo oscuro simboliza un conjunto de problemas que amenazan con desbordarnos a los europeos, sobre todo si los percibimos en un estado de pánico, irritación y desconcierto provocado por el estruendo, el ruido y la furia, del rayo de la guerra. Tanto más una guerra cuya prolongación agiganta su sombra.

“Guerra, enfermedad y hambre” ... recuerdan el simbolismo de los jinetes del Apocalipsis. No de un fin de la historia, sino de un final de “todas las historias”. Simbolismo de muertes patéticas; pero también de procesos de muerte por amortiguamiento del impulso vital, un dejarse ir, una deriva emocional colectiva hecha de acidia y confusión, que se irían decantando y acumulando.

Un riesgo mayor es el de aceptar una guerra prolongada, de meses que se convertirían en años y multiplicarían los riesgos de una deriva caótica para Europa. Resumiendo y simplificando: una guerra prolongada implica riesgos altos de una escalada a los extremos de los contendientes. Esta escalada puede llevar a una Tercera Guerra Mundial, y/o una nueva Guerra Fría, y/o la destrucción de un país, Ucrania (o más países). Una Tercera Guerra Mundial incluye la posibilidad (la probabilidad) de una hecatombe nuclear. Una nueva Guerra Fría puede suponer (como sabemos) décadas de violencias y enfrentamientos de todo tipo, con el acompañamiento del uso de armas nucleares tácticas. Un país destruido, Ucrania en este caso, sería, en buena parte y durante un tiempo, una hermosa tierra poblada de montañas de cenizas: un país por renacer. Y en el corazón de todo: una pérdida de cientos de miles de vidas humanas.

De realizarse, estos riesgos abocarían a dislocaciones políticas, económicas, sociales y culturales que, a juzgar por experiencias pasadas, como la de 1914/1945, con sus dos grandes guerras y sus dos totalitarismos, pueden suponer un riesgo existencial para la continuidad de Europa tal como la hemos conocido, la recordamos y la imaginamos para el futuro.

Lo primero para enfrentarse con los riesgos es reconocerlos, y hoy los europeos podemos (olvidando aquel pasado terrible) minusvalorarlos. Porque nos dejemos llevar de las tendencias dilatorias de las elites y de la sociedad.

Hay que recordar que las elites suelen estar demasiado atentas al futuro inmediato (resultados electorales, cotizaciones en Bolsa, próximo congreso del partido de turno, impacto en la opinión), y disfrazar lo que de hecho es un encadenamiento sine die de tacticismos a corto plazo, con una retórica de proyectos ambiciosos y grandes relatos. Las elites europeas (occidentales) pueden adoptar, en este caso, diversos relatos a medio o largo plazo, con los que intentarían: bien conseguir un precario modus vivendi entre Rusia y Ucrania basado en el fin de una guerra que “no gana nadie”; bien frustrar las ambiciones de Putin y aprovechar la guerra para desacreditarle a los ojos de los rusos y terminar con él; bien acabar con el espectro de una Rusia imperial supuestamente aquejada de un impulso secular a ampliar sus fronteras; bien acercarnos a la realización de algún otro gran designio o sueño futurista, “largoplacista”, de reajuste del orden mundial, o, al menos, mantener un orden jurídico que permita el funcionamiento de una economía globalizada.

Estos relatos pueden encontrar un eco mayor o menor, de todas formas, en una sociedad que, con un grado modesto de compromiso cívico, está habituada a no implicarse en el debate y la participación política, y a considerar los problemas colectivos como más bien inabarcables y a las elites como más bien inaccesibles. Ello se combina, a su vez, con hábitos sociales de adaptación a que las cosas sigan su curso, y en este caso, a que la guerra se alargue. La sociedad intenta hacerse a las nuevas rutinas de pagar más por la energía, y pasar más frío, y vivir, o sobrevivir, con menos recursos. Esperando que el invierno no sea demasiado duro, y la inflación ceda, mientras ven cómo prosigue el envío de armas a Ucrania y la aplicación de sanciones a Rusia. A la expectativa de que la balanza coste/beneficio (inmediatos) de los contendientes les aboquen a un final del conflicto, cada uno de ellos pensando que su adversario no soportará semejante guerra de atrición.

Se trata, además, de una sociedad cuyos usos e imaginarios de vida cotidiana y cuya cultura del entretenimiento son los propios de una sociedad que se ha ido acostumbrando a buscar distracción, y un refugio a su inquietud, en los aparatos de televisión (y los móviles), e imaginar que “todo ocurre a distancia”, y más aún “todo lo público”. Dejando así que, en torno a un acontecimiento como la guerra de Ucrania, o el horizonte de crisis actuales, una suerte de tsunami mediático y político nos inunde de imágenes y palabras: eventos, reuniones, declaraciones, gestos, discursos, votaciones. E incluso, nos consuele con el ronroneo de los relatos del “fin de la Historia” y de cómo los “siglos de las luces” nos han llevado, y seguirán llevando (guerras mundiales y totalitarismos aparte) hacia el mejor de los mundos posibles. Relatos, imágenes, noticias: refugios en una suerte de experiencia virtual. Todos con su punto de realidad y su toque de ensoñación.

Con todo lo cual puede suceder que, al final, supuestamente guiados por las elites de turno, los europeos nos entretengamos y demoremos en nuestro estado actual de duermevela. Y nos despertemos, no en una jungla, sino en un cementerio. O sea que, simplemente, no despertemos.

La historia es un drama abierto y el futuro ni está predeterminado ni es el resultado de unas tendencias a las que “hay que adaptarse”. En realidad, hay un abanico de posibilidades. De modo que un horizonte de riesgo y demora y confusión como el actual no es razón suficiente para desesperarse o deprimirse. Todo lo contrario, puesto que puede ser una ocasión para aunar rumbo e impulso, y desarrollar la actitud propia de un tipo de realismo que cabría llamar “idealismo posibilista”: la que pone de manifiesto que cabe, al tiempo, tener esperanza y ser realistas, porque el ideal sería (más o menos) realizable.

Reconocer la gravedad del riesgo de una guerra prolongada puede suscitar una reacción razonable y animosa. Por ejemplo, la de un impulso para “sobrevivir juntos”. O para “juntos heredar la tierra”, como solía decirse; y, cabe añadir, como todavía se murmura: quizá como expresión de una nostalgia irrenunciable por una comunidad (lo bastante) pacífica, integrada por gentes e individuos (lo bastante) libres. Una nostalgia que nos reconecta con el accidentado camino de Europa a través del tiempo, buscando su voz. Que tal vez había perdido.

 

(*) Artículo escrito en el marco del proyecto Europa de Analistas Socio-Políticos, patrocinado por Funcas.